¡Feliz lunes!
El viernes, finalmente, me terminé de mudar. Después de estar de un lado a otro un día entero (más las noches anteriores en las que dormí poco por adelantar trabajo), puedo decir que lo más duro ha quedado atrás.
¡Es increíble cómo toda nuestra vida cabe en unas cuantas cajas!
Me sorprende cada vez que pienso en ello.
El hecho de que una pila de cajas acumulen cientos y cientos de recuerdos, es algo que nunca terminaré de asimilar.
Pero me sorprendieron más los pequeños momentos que tuve la fortuna de vivir en medio del ajetreo y de la prisa. Para empezar, mi esposa y yo creímos que nos bastaría una sola noche para dejar el 70% de las cosas listas, pero no contábamos con que se nos acabarían tanto las cajas como la cinta para sellarlas. Ya, cuando nos dimos cuenta de ello, era la medianoche. Horas antes, me había sentado en una de las sillas del comedor, inclinado mi cuerpo hasta quedar totalmente recostado sobre la mesa e iniciado una siesta improvisada que hasta me tomó de sorpresa a mí mismo. Me desperté minutos después con marcas pintadas en la cara (y con un inmenso dolor de espalda).
El segundo momento llegó el mismo día de la mudanza. Con el apartamento ya medio arreglado, ocupé un lugar en la sala y me puse enfrente del computador. Mi esposa se dispuso a arreglar unas cosas más y mientras lo hacía, dejó sonar baladas románticas en el fondo (por supuesto que las conocía y por supuesto que las tarareaba).
Al cabo de unos minutos, tuve uno de esos momentos en los que la vida te da una cachetada a ver si de repente eres capaz de reaccionar ante lo que está sucediendo ante tus ojos.
Estaba exhausto y sé que mi esposa también lo estaba. Pero allí se encontraba ella. Moviendo, ordenando, organizando.
Me ofreció Bailey’s. Yo accedí por obvias razones.
Saber que estábamos los dos juntos compartiendo el mismo aire y espacio, aun con cajas alrededor sin abrir, pero disfrutando de lo mismo, me llenó el corazón.
Conversamos, planeamos el día siguiente, hablamos un poco más, y finalmente nos volvimos a dormir.
El tercer y último momento fue el domingo: un almuerzo frente a la playa que compartimos en familia. Mi hermana manejando el auto (o intentando hacerlo), un restaurante excesivamente lleno que nos obligó a encontrar otro (y en el que recibí la mejor atención que he recibido en años), el rostro de mi madre riéndose y riéndose una y otra vez detrás de cada cosa que pasaba.
(Foto del lugar donde estábamos)
Y yo me pregunto, ¿qué tal si sencillamente hubiese estado demasiado cansado para darme cuenta de todo lo anterior?
¿Qué tal si hubiera dejado pasar estos tres diminutos momentos?
La verdad es que la vida no se detiene. Nos movemos entre diversas actividades y compromisos que nos empujan en una dirección, cuando realmente queremos ir en otra.
Absolutamente nada iba a impedir el hecho de que me mudaría de apartamento, pero eso no quiere decir que no hubiera podido disfrutar del tiempo de calidad que pasé con las personas a quienes amo. De la misma forma, probablemente las responsabilidades que tienes van a seguir estando allí y puede que desees no tenerlas, pero eso no quiere decir que tengas que vivir en amargura por ellas.
En realidad, solo basta una decisión.
Decidir sacar lo mejor de cada situación de la vida.
A veces, no es lo más fácil. Pero a la larga se convierte en la mejor forma de afrontar cada desafío y de hallar felicidad en medio del proceso que estemos viviendo.
Importa poco lo que sea.
Gran parte de nuestras preocupaciones parecen ser enormes en el instante, pero cuando las volvemos a mirar un poco después, quizás en momentos difíciles, nos daremos cuenta de que pasamos mucho tiempo preocupándonos realmente por cosas insignificantes.
Dale Carnegie
Decide hoy disfrutar del proceso en el que te encuentres, identificando los pequeños momentos que te llenan de felicidad.
No te llenes de preocupaciones.
Vive el momento.