¡Feliz domingo!
No sé para Uds, pero para mí esta semana estuvo plagada de tareas y de proyectos en mi trabajo. Correos que salieron de la nada. Situaciones inesperadas y urgentes que hay que resolver sí o sí. Presentaciones en las que todo tenía que salir bien. En un momento, llegué a pensar que todo se me venía encima. Como si tuviera demasiadas responsabilidades y muy poco tiempo para resolverlas.
¿Cuántas veces nos hemos sentido así? ¿En cuántos aspectos distintos de nuestra vida?
Años atrás, haberme enfrentado a esa serie de sucesos me hubiera generado desgano y estrés. Y por obvias razones. Busco desde hace tiempo un cambio en el camino que sigo para mi vida. Existe algo dentro de mí que desea algo diferente. Lo busca, lo anhela. Cuando los momentos complicados llegan, que demandan esfuerzo de nuestra parte, y sientes que ya no quieres hacer lo que estás haciendo, resulta muy difícil mostrar una buena actitud frente a las cosas.
Si esto hubiera sucedido en ese entonces, cuando me encontraba en el punto más alto de frustración, hubiera hecho todo refunfuñando, amargado, y queriendo que todo acabara rápido. Pero hoy… hoy no es así.
Hoy tengo claro que no existe algo mejor para ser consciente de lo bendecido que soy, que empezar el día haciendo una pausa y dar gracias.
Cada mañana, al levantarme, preparo una taza de café. Camino unos pocos metros y deslizo la puerta del balcón hacia afuera. Me siento en una de las dos sillas de playa que mi esposa y yo compramos tiempo atrás cuando no nos alcanzaba el dinero para comprar una de un estilo diferente (ahora no nos sentamos en ninguna otra). Mientras el café está listo, cierro los ojos y doy gracias. Esta semana en particular, di gracias por lo siguiente:
Dios, gracias por permitirme tener trabajo y por cuidarlo todos los días.
Gracias por cada circunstancia que se presenta porque me enseña.
Gracias porque me diste la fortaleza para afrontar mi trabajo esta semana y porque todo salió bien.
Gracias por los compañeros y jefes que tengo, y porque me permites hacer mi trabajo de la mejor manera posible.
Gracias porque al final HOY estoy aquí cuando, si las circunstancias de mi vida hubieran sido distintas, pudiera estar en cualquier otro lado.
Dar gracias de esta forma me permite enfocar mi mirada hacia lo inmediato, hacia lo que tengo alrededor, y me hace darme cuenta de que aun si hay complicaciones o situaciones no tan agradables, no todo es malo. Tener eso claro me ayuda a vivir mejor.
Lo he entendido tanto que esta precisa semana sentí el impulso de cerrar los ojos y dar gracias cuando aun estaba rodeado por mis amigos.
Recientemente, ha surgido este ritual en el que pasamos una tarde sobre la playa. Cada uno idea formas de liberarse de sus compromisos en un día en particular y no tener nada más planeado. En el camino (que son tal vez unos treinta minutos) hablamos sobre lo que se nos da la gana, nos reímos hasta que nos duele el estómago y nos metemos el uno con el otro. Llegamos al lugar - que es una especie de carpa inmensa armada con troncos de madera y pintada de blanco, con unos cojines azules bastante cómodos y una pequeña mesa en donde colocamos nuestras cosas - y hacemos lo mismo.
Pero no se trata de la playa.
O del atardecer asomándose por la orilla.
Se trata de ese momento congelado en el tiempo. Se trata de las locuras que mis amigos y yo hacemos a veces (los trabajos puestos en pausa, improvisar). Se trata de ser agradecidos por los instantes que alcanzamos a vivir.
Eso me pasó esa tarde.
Con la brisa golpeándome la cara, el sol cayendo lentamente, con las voces y las risas de mis amigos alrededor, no tuve otra opción. Tuve que dar gracias por lo que estaba viviendo.
No estaba dispuesto a dejar pasar el momento.
Y justo se me ocurrió algo.
No dejes pasar los tuyos.